Cristina Bautista creció trabajando en los campos de maíz de un pueblo polvoriento en lo alto de las montañas del estado mexicano de Guerrero. La mayor parte de su vida ha sobrevivido con la venta de lo que ha podido ir sacando: pan, pozole, abalorios hechos con hojas de palma.
Se considera afortunada por que su casa es de hormigón y no de chapa o de tablones de madera, una proeza que resultó posible tras una temporada trabajando en Connecticut.
No es rica, poderosa, ni famosa. Incluso en México, es una de las más pobres entre los pobres. Sin embargo, su propio gobierno puede haber gastado cientos de miles de dólares en someterla a una de las formas de vigilancia más intensivas del mundo, considerando un objetivo su teléfono móvil hasta el punto de hackearlo con un potente software espía israelí.
¿Qué tenía de amenazante Bautista?
El mero hecho de ser una víctima. Ella y varias docenas de padres desconsolados han pasado años exigiendo saber qué pasó con sus hijos, 43 estudiantes de una escuela rural de magisterio que fueron secuestrados en 2014 tras un sangriento encuentro con la Policía en Iguala, una ciudad del suroeste de México.
El hijo de Bautista, Benjamín, de 19 años, es uno de estos desaparecidos, un término con connotaciones de muerte. Y es que, dado el espeluznante historial de ejecuciones extrajudiciales en México, los “desaparecidos” casi siempre aparecen muertos, tras meses o años de agonía para sus familias.
How Much Does Surveillance Cost?
El costo exacto de apuntar a alguien para vigilarlo con Pegasus no se conoce públicamente, pero los informes que salen de los países que usan el software espía dejan una cosa clara: Es extraordinariamente caso.
Para los mexicanos, el caso se convirtió en símbolo de la violencia que convulsiona al país desde mediados de la década de 2000 y que puso de manifiesto la incapacidad del gobierno para controlarla.
En una revelación que fue un escándalo en 2017, salió a la luz que el Estado mexicano utilizó Pegasus, un sofisticado software de espionaje vendido por la empresa israelí de ciberinteligencia NSO Group, para vigilar a los investigadores internacionales al frente del caso.
Ahora se ha sabido que la campaña de vigilancia pudo haber sido más sistemática de lo que se creía.
Las pruebas obtenidas por The Pegasus Project, una investigación colaborativa sobre NSO Group y las personas supuestamente en el punto de mira de su software espía Pegasus, llevan a pensar que la vigilancia se extendió a las familias, pobres y desesperadas, de los estudiantes, así como a sus abogados y al menos a un funcionario local que investigaba las desapariciones.
Todos los teléfonos de estas personas aparecían en una lista formada por más de 50.000 números considerados presuntos objetivos por clientes de NSO Group, entre 2016 y 2020. Los periodistas detrás de esta investigación han podido identificar a los propietarios de cientos de esos números. El Laboratorio sobre Seguridad de Amnistía Internacional realizó análisis forenses en decenas de teléfonos. El informe incluía esos análisis, así como por entrevistas, documentos y otros materiales. El hecho de que un número figurase en la lista no significa necesariamente que se viese comprometido. En el repertorio pueden aparecer números de teléfono que no se lograron pinchar o incluso que ni siquiera se intentó pinchar. NSO Group ha negado las acusaciones en una serie de declaraciones (en inglés, aquí).
Phone Forensics
La evidencia más sólida de que la lista filtrada de 50,000 realmente representa los objetivos de Pegasus provino del análisis forense.
Carlos Martín Beristain, que forma parte del grupo de investigadores, califica de “extremadamente perversas” las revelaciones sobre la supuesta vigilancia de las familias.
“En lugar de investigar a los responsables o a los funcionarios implicados en los hechos, se pretendía criminalizar a las víctimas”, señala a OCCRP.
Ya se sabía que Pegasus se utilizó en México, país donde 25 personas vieron infectados sus dispositivos con el programa espía, entre ellas periodistas que cubrían la violencia de los cárteles, la viuda de un reportero asesinadoy defensores de la salud pública que defendían la aplicación de un impuesto a los refrescos. Sin embargo, esos objetivos se descubrieron después de tener conocimiento de mensajes de texto sospechosos y pidieran ayuda.
La diferencia de los datos de The Pegasus Project es que revelan la existencia de una extensa lista de números de teléfono que, todo apunta, fueron utilizados por los clientes de NSO para su vigilancia, lo que permite comprender mejor sus intereses. Los datos contienen más de 15.000 números mexicanos, muchos de los cuales coinciden con personas que ya se sabe, gracias a los análisis forenses, que fueron objetivos.
Además de aparecer los padres de Ayotzinapa, los datos filtrados revelan teléfonos de un sindicato de maestros, periodistas y activistas de derechos humanos de todo México, y el círculo íntimo de Andrés Manuel López Obrador, el político progresista que acabaría ganando las elecciones nacionales de 2018.
Incluso un periodista de The New York Times se convirtió en objetivo poco antes de publicar un importante artículo sobre cómo el software de NSO se usó para espiar a los investigadores y a un grupo de derechos humanos que trabajaban en el caso Ayotzinapa.
NSO Group insiste en que sólo vende su software a los gobiernos para que lo utilicen en actividades legítimas y de los servicios de inteligencia. El gobierno mexicano ha dado garantías similares. El entonces presidente Enrique Peña Nieto admitió en una rueda de prensa en 2017 que su administración había comprado Pegasus, pero solo para combatir el crimen organizado y “mantener la seguridad nacional”.
“Este gobierno rechaza categóricamente cualquier tipo de intervención en la vida privada de cualquier ciudadano", replicó entonces Peña Nieto.
Pese a los reiterados intentos efectuados, no ha sido posible obtener la versión de Peña Nieto. Miguel Ángel Osorio Chong, su secretario de Gobernación, respondió a los periodistas de The Pegasus Project que la Secretaría “nunca, nunca autorizó ni tuvo conocimiento o información de que el Cisen [la agencia de inteligencia de México en ese momento] tuviera o adquiriera el kit de hackeo Pegasus y nunca autorizó nada que tuviera que ver con los pinchazos”.
López Obrador, el actual presidente, asegura que su Gobierno no utilizó Pegasus, y señaló su intención de investigar si alguna agencia mexicana aún mantiene contratos activos del software espía. “Si el contrato existe, debe cancelarse”, añadió, calificando de “vergonzoso” que su círculo más cercano pudiera haber sido blanco de ataques.
Para los padres de Ayotzinapa, saber que pudieron haber sido espiados por su propio gobierno no les ha sorprendido. La mayoría sintió durante años que estaban siendo vigilados.
"¡Sí, nos vigilaban!” responde Bautista contundente. “Donde quiera que fuéramos, una patrulla nos seguía”, declara.
Melitón Ortega, cuyo sobrino Mauricio fue secuestrado, también estaba en la lista de objetivos. Al conocer la noticia señala que Pegasus era sólo “la última herramienta represiva del Estado”.
“Siempre he sospechado que las autoridades podían estar vigilándome”, declaró a The Guardian.
En respuesta a las revelaciones hechas esta semana por The Pegasus Project, NSO Group reiteró que los datos utilizados por los periodistas fueron malinterpretados y que la empresa no permite que sus clientes hagan un mal uso de su software.
La empresa emitió el miércoles un comunicado desde Tel Aviv en el que se podía leer: “¡Basta ya!... NSO no responderá más a los medios de comunicación sobre este asunto y no seguirá el juego a una campaña vil y difamatoria”. La empresa reiteraba además que los números que figuraban en la lista no eran necesariamente objetivos de Pegasus, y añadía que “investigaría a fondo” cualquier prueba de que su tecnología habían sido mal utilizada.
“NSO continuará con su misión de salvar vidas, ayudando a los gobiernos de todo el mundo a prevenir ataques terroristas, a desarticular redes de pedofilia, sexo y tráfico de drogas, a localizar a niños desaparecidos y secuestrados, a localizar a supervivientes atrapados bajo edificios derrumbados y a proteger el espacio aéreo contra la penetración perturbadora de peligrosos drones”, añaden.
“No sintieron la más mínima piedad”
Todo parece crecer de forma salvaje en el estado de Guerrero, en la costa del Pacífico mexicano donde los cactus conviven con los bosques y las pequeñas granjas familiares, donde el maíz y los frijoles son los cultivos básicos.
A pesar de su exuberante paisaje, es una de las zonas más pobres de México, muy dependiente del cultivo de la flor de amapola. No hay muchas alternativas de futuro para los chicos de Guerrero. Pueden emigrar al norte, unirse a los narcos locales, controlados por una banda conocida como los Guerreros Unidos, o, si son estudiosos y cívicos, solicitar plaza en la mejor escuela de la zona.
La Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, casi universalmente conocida como Ayotzinapa, se fundó en la década de 1920 en plena Revolución Mexicana, como parte de un movimiento nacional para formar a jóvenes campesinos para que enseñaran en sus propias comunidades. Con los años, la escuela también se ha hecho conocida por una tradición de activismo político de izquierdas entre sus estudiantes.
Como la escuela casi no recibe financiación del gobierno, los estudiantes tienen otra tradición de larga data: requisar los autobuses locales para conducir ellos mismos a las tareas de observación en el aula o a las protestas.
Esta práctica se toleraba a regañadientes y las empresas de autobuses a veces daban instrucciones a los conductores para que no se resistieran si un grupo de estudiantes subía a bordo y tomaba el control. El 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de primer y segundo año se dispuso a hacer precisamente eso. Aturdidos tras una agotadora semana de orientación, los líderes del “Comité de lucha” de la escuela les mandaron preparar autobuses y que solicitaran donaciones para llevarlos a Ciudad de México a una manifestación prevista.
Pero las cosas no tardaron en volverse extrañas. Después de que la Policía Federal les cerrara el paso en la carretera cerca de la ciudad de Chilipancingo, cambiaron de rumbo y se dirigieron a Iguala. Entonces, la Policía y hombres armados abrieron fuego contra los autobuses. Lo que siguió fue un ataque coordinado y aún inexplicable contra los estudiantes desarmados, en múltiples lugares, y que duró horas.
Seis personas murieron a tiros y otras 40 resultaron heridas. Uno de los estudiantes fue encontrado más tarde con el cuerpo mutilado y la cara arrancada. Los supervivientes denunciaron que sus gritos de auxilio, o sus súplicas para que se les permitiera ayudar a sus compañeros, como se llamaban entre sí, caídos fueron respondidos con más disparos.
“Gritamos a la Policía que estábamos desarmados, que no teníamos nada con lo que hacerles daño”, recordó Edgar Yair, un estudiante de primer año de 18 años. “Gritamos para que dejaran de dispararnos, porque si te asomabas un poco, te disparaban. No tenían la más mínima piedad”.
En medio del caos, se llevaron a 43 estudiantes en coches patrulla, a la comisaría, según supusieron entonces sus amigos. Nunca se les volvió a ver.
Al día siguiente, sus padres se movilizaron.
“Los padres comenzamos a unirnos”, rememora Cristina Bautista. “Algunos vinieron de Oaxaca, otros de Tlaxcala, otros de Morelos”.
Entraron en tropel en la escuela –Bautista recuerda que se reconocieron inmediatamente entre la multitud, porque todos lloraban– y la tomaron como cuartel general, durmiendo en colchones en el suelo de las aulas mientras esperaban noticias de sus hijos.
No pasó mucho tiempo antes de que su persistencia y su autoridad moral se convirtieran en un problema para el gobierno federal, que intentaba gestionar la situación.
¿”Verdad histórica” o mentira histórica?
Poco después, el gobierno de Guerrero anunció saber quién estaba detrás de los asesinatos:60 cuerpos, según Human Rights Watch. El alcalde de Iguala y su esposa, supuestamente indignados porque el comportamiento desordenado de los estudiantes estaba interfiriendo en un acto político y ordenaron que los entregaran al cártel de la droga Guerreros Unidos.
Pronto se puso de manifiesto que esta historia no se sostenía, mientras se acumulaban las pruebas de la connivencia a nivel federal. Los estudiantes que sobrevivieron al ataque informaron de que habían visto a policías federales y estatales en el lugar de los hechos, que no habrían respondido ante el alcalde.
Las autoridades anunciaron entonces que habían encontrado los cuerpos de los estudiantes perdidos en varias fosas alrededor de Iguala. Pero cuando se analizaron los restos, ninguno resultó pertenecer a los estudiantes; en su lugar, eran de al menos 28 personas no relacionadas. Al final, se encontraron tantas fosas comunes sin relación alguna en la zona que algunas familias locales formaron un nuevo grupo, “Los otros desaparecidos de Iguala”, para reclamar su recuperación e identificación. Sus esfuerzos han llevado a la exhumación de más de 160 cuerpos, según Human Rights Watch.
Esta serie de injusticias y errores causó indignación entre los mexicanos. “Sólo unos días después de los ataques... parecía claro que el gobierno haría todo lo posible para que fuera imposible encontrar a los 43 estudiantes e imposible también saber lo que ocurrió esa noche”, escribió Gibler. Las familias de los 43 encabezaron una marcha de 15.000 personas en Ciudad de México, portando imágenes de sus seres queridos.
En enero de 2015, el entonces procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, cerró oficialmente el caso en una conferencia de prensa que pronto se tornó infame. Anunció que, en lo que respectaba al gobierno mexicano, se había determinado la “verdad histórica” y no había nada más que decir sobre el asunto: Los 43 estudiantes habían sido retenidos por la Policía y entregados a una banda de narcotraficantes, que supuestamente los ejecutó e incineró sus restos.
Era una buena historia. El único problema era que no había muchas pruebas para ello. Un equipo internacional de investigadores creado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos halló pruebas que confirmaban los relatos de los estudiantes de que la Policía Federal había estado en el lugar de los disparos, y que el Ejército había estado vigilando a los estudiantes toda la noche desde un centro de mando en Iguala. Pero se les impidió entrevistar a los militares o visitar sus cuarteles, a pesar de las múltiples peticiones.
Citizen Lab, un centro de investigación de la Universidad de Toronto, descubrió más tarde que, mientras estos investigadores estaban en Guerrero, no mucho después de que criticaran públicamente al gobierno por interferir en su investigación, se produjeron dos intentos de infectar sus teléfonos con el programa espía Pegasus de NSO Group.
Beristain, el miembro del grupo, asegura que, mientras permanecían en Guerrero, sintieron que estaban siendo vigilados. Cuando más tarde se enteraron de que el gobierno mexicano recurrió a Pegasus declaró que “se parecía mucho a las cosas que habían sufrido”.
“Tuvimos muchos problemas con los teléfonos que utilizábamos... había gente sospechosa cuando nos reuníamos, recibíamos mensajes extraños, especialmente sms con enlaces”.
En una ocasión, señaló, tres miembros del grupo recibieron mensajes de texto raros cuando estaban agotados tras realizar una tarea especialmente espeluznante: exhumar al estudiante que había sido torturado.
“Salimos de la exhumación y recibí un mensaje que decía –no lo sé exactamente, porque el teléfono se rompió–, pero venía a decir algo así como: ‘Te estamos esperando para organizar el funeral’. Es decir, no era un mensaje general, era un mensaje pensado para que, obviamente, pinchara en el enlace”. Asegura que no lo hizo.
Cuando finalmente se publicó el informe de los investigadores, en abril de 2016, se refutó la narrativa de la “verdad histórica” del gobierno, diciendo que no había pruebas de que se hubieran quemado cuerpos en el vertedero; de hecho, parecía científicamente imposible generar suficiente calor allí. Aunque se encontraron los restos de 19 personas en el vertedero, los analistas no pudieron encontrar pruebas que los relacionaran con los estudiantes desaparecidos.
Esto provocó una protesta. También confirmó las sospechas de los padres de los 43, que llevaban años insistiendo en que los relatos contradictorios e incompletos ofrecidos por las autoridades apuntaban a un encubrimiento.
“¿Qué sentido tendría encubrir a... la Policía de Iguala?”, se pregunta un abogado de las familias, Vidulfo Rosales, en una entrevista con el OCCRP. “No es muy lógico. En el caso de Ayotzinapa están involucrados funcionarios de alto nivel que querían borrar pruebas, que querían encubrir a los altos mandos y por eso se hizo una investigación muy desordenada.”
Tras este caos, según los nuevos datos de The Pegasus Project, los números de teléfono de al menos cuatro miembros de la familia de Ayotzinapa fueron elegidos para ser pinchados con Pegasus: Bautista, Ortega, Felipe de la Cruz, padre de un estudiante superviviente, y David Cabañas, hermano de un estudiante desaparecido.
También lo fue Rosales, junto con su colega Abel Barrera, un conocido antropólogo que dirige un centro de derechos humanos que presta asistencia jurídica a familias indígenas pobres.
Aunque los datos de The Pegasus Project no permiten que los reporteros determinen con exactitud quién puso a las familias de Ayotzinapa en la lista y por qué, no hay muchas posibilidades. Al parecer, sólo tres organismos gubernamentales en México tienen acceso a la herramienta: el Centro Nacional de Inteligencia, la Secretaría de la Defensa Nacional y la Procuraduría General de la República, que firmó el contrato de 32 millones de dólares para la adquisición de Pegasus por parte del gobierno mexicano en 2014.
El titular de la oficina en ese momento era Jesús Murillo Karam –que luego sería el procurador general que cerró la investigación sobre los estudiantes desaparecidos–. Al habla con él, ha declinado dar su versión de los hechos.
“Una gran lucha”
Padres y abogados se habían quejado durante años de que se sentían acosados por el gobierno de Peña Nieto. El presidente no ocultó su disgusto por sus ruidosas protestas sobre cómo gestionó el caso el Ejecutivo. En un momento dado, sugirió que estaban respaldados por fuerzas que buscaban desestabilizar el país y “atacar el proyecto nacional que hemos estado construyendo”.
“Fue muy difícil para nosotros", dijo Bautista, que recuerda un constante zumbido de helicópteros sobre su casa durante esos años.
Las familias recorrieron universidades y grupos de derechos humanos en México y otros países latinoamericanos para reunirse con activistas y expertos. Incluso testificaron en una audiencia en Perú y otra en Washington. Rosales y de la Cruz se unieron a un programa llamado Caravana 43 que les permitió viajar mucho para hablar con grupos comunitarios sobre su experiencia.
“Estábamos en esta lucha exigiendo que se continuara la investigación, que se continuara la búsqueda, y obviamente el gobierno tenía la posición: ‘Ya investigamos, se ha dicho la verdad, y lo que ustedes están haciendo es negar la verdad’”, explica Rosales.
En abril de 2016, las conversaciones telefónicas privadas entre él y su esposa saltaron a las portadas de los principales periódicos y revistas de México. Les cogieron, en un momento de frustración, hablando con desdén de las familias indígenas a las que ayudaba. “Malditos indios de mierda”, los llamó. Un ejército de bots de Twitter surgió para denunciarlo, todos usando el hashtag #fuckinglousyindians.
Todavía no está claro cómo se filtraron las conversaciones. Los datos de The Pegasus Project muestran que el nombre de Rosales fue incluido en la lista de presuntos objetivos en 2017, pero no hay datos anteriores a 2016, lo que hace difícil saber si pudo haber sido espiado antes.
Las familias afirman que el sucesor de Peña Nieto en la presidencia, Andrés Manuel López Obrador, ha sido más receptivo. Tres días después de su toma de posesión, creó la Comisión Presidencial para la Verdad y el Acceso a la Justicia en el Caso Ayotzinapa, y desde entonces se han producido varias detenciones y otros avances en el caso.
Sin embargo, Cristina Bautista no está satisfecha. Los restos de su hijo nunca se han encontrado. Todavía habla de “Benja” en tiempo presente: “Mi hijo es muy cariñoso y respetuoso”, dijo a los periodistas con voz temblorosa. “Lo estamos buscando”.
Sabe que casi con toda probabilidad está muerto, pero no puede descansar, ni hablar en pasado, hasta que lo sepa con certeza. Aun así, le reconforta el hecho de que ella y los demás padres de Ayotzinapa se negaron a aceptar que sus hijos pudieran simplemente desaparecer.
“Ellos construyeron su mentira histórica, fue fácil para ellos porque somos campesinos. Era fácil para ellos hacer ‘desaparecer a nuestros hijos’, porque somos campesinos, ¿qué vamos a hacer?”, añade Bautista.
“Pero se equivocaron con nosotros”.